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Cómo controlar a un pasajero que insiste en predicar la Biblia a viva voz en medio de un vuelo nocturno

Soy aeromozo, no policía. Pero en un reciente vuelo desde Miami a Río de Janeiro me vi obligado a luchar con una pasajera en el suelo, a sujetarla con esposas flexibles -de las que tienen las aerolíneas-, y a entregarla a las autoridades brasileñas.

El incidente comenzó cerca de las 4 a.m. La cabina de la aeronave estaba oscura, salvo por las suaves imágenes parpadeantes de algunas pocas pantallas de entretenimiento en los asientos. Las bandejas de comida habían sido retiradas hacía mucho tiempo, lo cual dejaba a los 230 pasajeros tranquilos para dormir pacíficamente, arrullados por el ronroneo de las turbinas General Electric.

De los 11 asistentes de vuelo a bordo, algunos charlaban tranquilamente en la cocina y otros dormían en la sala de literas para la tripulación, o realizaban los obligatorios paseos por la cabina.

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Todo era como debía ser cuando faltaba menos de la mitad del vuelo en ese Boeing 777, a unos 35,000 pies de altura sobre la selva amazónica.

Hasta que de repente, y sin provocación alguna, una pequeña mujer brasileña rompió el silencio con un ensordecedor verso de la Biblia… en portugués.

La respuesta de los pasajeros que se habían despertado sorpresivamente por la interpretación del Salmo 23 fue rápida e impía: “¡Cállese, señora! ¡Estamos intentando dormir! ¿Está loca?”.

Pero ella continuó leyendo en voz alta las Escrituras, alegando que había sido enviada a todos nosotros por un poder superior. Allí fue cuando se encendieron las luces de lectura, focos diminutos que iluminaban rostros furibundos. Y un coro de llamadas a los asistentes de vuelo sonó en sincronía: ¡ding, ding, ding, ding!

Los miembros de la tripulación se apresuraron a cruzar los pasillos, esperando silenciar a la mujer antes de que las cosas se salieran de control. Allí estaba ella, en el asiento 32 E, encajada entre dos pasajeros molestos.

La mujer tomó la Biblia con ambas manos. Le pedimos -en inglés y en portugués- que leyera en silencio, pero no respondió. Jamás miró hacia arriba, nunca hizo contacto visual, nunca reconoció a nadie ni nada, excepto la Biblia que continuó leyendo con gusto.

Mientras los pasajeros enojados clamaban por una resolución, uno de mis colegas se inclinó hacia adelante y le arrebató el libro. Eso puso fin a la situación; la mujer se sentó en silencio en su asiento después de escuchar que el libro sería guardado en un sitio seguro en la cabina hasta el aterrizaje.

La pasajera se calmó. En un momento, parecía dormida.

Pero cerca de 90 minutos antes del aterrizaje, mientras preparaba el servicio de desayuno en la estación de la clase ejecutiva, oí una conmoción y fui a investigar.

La problemática pasajera había pasado las cortinas divisorias entre la cabina central y se dirigía hacia el frente de la aeronave. Me planté en el medio del pasillo de clase ejecutiva, con los brazos extendidos hacia os lados para restringir su paso. Ella se detuvo, me miró y me señaló: “Tienes que devolverme mi Biblia”, dijo. “La gente necesita escuchar”.

Le respondí: “Le dijimos que se la devolveremos al aterrizar el Río”.

Desafiante, replicó: “Iré a la cabina”.

Cualquiera que haya viajado en un avión comercial desde el 11 de septiembre de 2001 sabe que ni siquiera se puede bromear al respecto cuando una nave está en el aire. Es como decir que uno tiene una bomba; si eso ocurre, los aeromozos están obligados a reportar el incidente al capitán, incluso si sabemos que la persona está bromeando (o no). Cuando se trata de la seguridad del avión, nada queda librado a la interpretación.

Como si la amenaza de entrar a la cabina no fuera suficiente, la diminuta mujer me clavó de repente las dos manos en el pecho y me hizo retroceder. Recuperé el equilibrio, la agarré por los hombros, la empujé al suelo y la detuve.

Un colega me entregó unas esposas flexibles. Juntos, las colocamos en las muñecas de la pasajera. Luego la empujé por el pasillo, a través de un mar de pasajeros que observaban todo con ojos bien abiertos (algunos aplaudieron) y la sentamos en una fila desocupada en la parte trasera del avión.

Ella no podía escapar. Sus manos estaban esposadas y estaba constantemente vigilada por cuatro auxiliares de vuelo. Una vez que logramos sentarla, ella bajó la cabeza, derrotada. Nunca más dijo una sola palabra.

Jamás supimos qué provocó su estallido. En un momento me dijo que Dios la había “enviado para hablar… y que todos debían escuchar”. Cuando aterrizamos, se le devolvió su Biblia y fue trasladada por las autoridades brasileñas.

No sé qué habrá ocurrido con ella. Sólo sé que soy un aeromozo, no un policía. Pero, de vez en cuando, me veo obligado a actuar como tal.

Hester es aeromozo de una línea aérea importante.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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