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Bajo un toldo grande en el estacionamiento de la Funeraria Continental en el Este de Los Ángeles, más de dos docenas de sillas plegables se colocaron cuidadosamente a varios pies de distancia frente al ataúd de madera de Felipe Juárez, de 59 años.
Juárez murió de COVID-19 el mes pasado, cuatro días después de que la misma enfermedad mató a su hermano menor, y un mes más adelante le quitó la vida a su hermana en México.
Después de la indescriptible serie de pérdidas, la familia se vio obligada a conformarse con un funeral que fue más que surrealista. Los miembros de la familia se habían reunido para despedirlo en medio del melódico timbre de un camión de helados que pasaba y el ruido del tráfico de la hora pico en Beverly Boulevard.
Philip Juárez, de 31 años, sintió que le faltaba al respeto a su padre, pero sabía que la pandemia no dejaba otra opción a la familia. Aún así, dijo, “es difícil de aceptar”.
El nuevo coronavirus ha devastado las comunidades latinas de California de manera implacable, y muchas personas que son trabajadores de primera línea contraen el COVID-19 y luego transmiten la enfermedad a familiares y vecinos.
Este sombrío ciclo de enfermedad y muerte termina en lugares como la Funeraria Continental. Las morgues que atienden a las comunidades latinas se han visto abrumadas por familias que necesitan ayuda desde marzo, y los cuerpos en algunos casos se acumulan mientras los operadores intentaban improvisar funerales que anteriormente podrían haber atraído a familiares y dolientes de todas partes.
La familia Juárez fue relativamente afortunada porque pudo realizar un pequeño servicio al aire libre. Al principio de la pandemia, algunas personas tuvieron que rogar a los funcionarios de salud que les permitieran celebrar los funerales de sus padres.
“Ha sido muy difícil para las familias”, dijo Magda Maldonado, directora de la funeraria. “No han podido expresar adecuadamente sus condolencias ni participar en el servicio”.
En California, los latinos son el 39% de la población del estado, pero representan el 59% de las infecciones por COVID-19 y el 47% de las muertes, según el Departamento de Salud Pública del estado. Los inmigrantes se han visto particularmente afectados económicamente en medio de la pandemia, muchos han perdido sus trabajos y se han enfrentado al colapso financiero.
Maldonado ve estas dificultades en su funeraria. La mayoría de sus clientes son inmigrantes de México y Centroamérica, el 60% de su negocio está dedicado a transportar cuerpos a sus países de origen porque es menos costoso enterrar a sus seres queridos allí.
Cuando se produjo el brote de coronavirus, se envió una avalancha de cadáveres a la funeraria de Maldonado. El almacenamiento en frío solo podía contener hasta 25 cuerpos a la vez.
“Estuvimos lidiando con unos 35 a 40 cuerpos en ciertas ocasiones en el mes de marzo”, reveló.
Para manejar el desbordamiento, alquiló un pequeño contenedor refrigerado por $1.900 al mes, lo que aumentó la capacidad de la funeraria a unos 55 cuerpos. También ayudó a separar los cuerpos de las personas que murieron por complicaciones del COVID-19 de los que fallecieron por otras causas.
Maldonado aseguró que los problemas de capacidad se relacionaban principalmente por los cierres en el estado por el covid-19. El papeleo requerido de las oficinas estatales y del condado que alguna vez tomó unos días ahora tomaba semanas. El proceso para enviar un cuerpo de regreso a México se prolongó de 10 días a dos meses. Las cremaciones que antes tomaban un día ahora tenían que hacerse mediante citas.
“Realmente nos tomó a todos desprevenidos”, dijo Maldonado. “Los gobiernos locales no sabían cómo manejar realmente este tipo de emergencia y no creo que nadie haya pensado en todos estos otros problemas funerarios que tendríamos”.
La pandemia ha aumentado los costos operativos de Maldonado, lo que a su vez perjudica a las familias a las que ha estado tratando de atender. El costo de transportar un cuerpo a Michoacán, México, por ejemplo, podría sumar $4.200; en el pasado, podía descontar alrededor $1.500 si la familia no podía pagar el monto total. Pero ahora, ha reservado esos descuentos solo para las familias más necesitadas o a los consulados que ayudan a las personas.
Pero el mayor desafío al que se enfrentan las funerarias es básico: cómo dar a las familias la oportunidad de llorar a sus seres queridos y evitar que los que asisten a los funerales se enfermen.
Bob Achermann, director ejecutivo de la Asociación de Directores de Funerarias de California, dijo que eso dependía de la guía del estado, pero a veces resultaba confuso seguir las regulaciones.
“Las reglas a veces cambiaban de una semana a otra, de un lugar a otro”, expuso. “Cuando había servicios, solo se podía ocupar el 25% del espacio y eso era el distanciamiento social”.
“¿Cómo no abrazar? ¿Cómo no te puedes tocar durante, ya sabes, esos momentos de dolor? “ añadió.
Varios minutos antes de que llegara la familia Juárez, pasando filas de bancos vacíos dentro de la capilla de la Funeraria Continental, Iris Martínez, de 40 años, se encontraba a un metro del ataúd de su padre.
“¡Papi!”, gritó, colocando su mano sobre su mascarilla con la imagen de Mickey Mouse.
Su mejor amiga estaba a su lado, rodeándola con un brazo para consolarla.
En el ataúd, Rafael Martínez, quien tenía 60 años cuando murió, vestía una camiseta de fútbol del Club América que recibió como regalo de Navidad el año pasado.
La muerte de su padre había sido el punto más bajo de una serie de meses duros para Iris Martínez. Había perdido su trabajo como asistente legal en febrero. Al mes siguiente, contrajo COVID-19. En junio, su esposo fue despedido de su trabajo en una fábrica de cajas de cartón.
Durante este período brutal, tres de sus familiares murieron de COVID-19 - en Maryland, Oregón y Washington, D.C.
Mientras tanto, el alquiler y las facturas, por un total de $2.500 al mes, se acumularon. Martínez tuvo que echar mano de la cuenta de ahorros que había creado para ayudar a pagar la educación universitaria de su hija adolescente.
Su hija de 19 años ha estado trabajando en Target y ayuda a la familia con las facturas.
“Eso golpeó nuestros corazones. Duele que tengamos que detener sus sueños”, dijo Martínez. “Me siento rota”.
Su padre no estaba acostumbrado a no mantener a su familia. Había venido de El Salvador para escapar de la guerra civil en su país durante la década de 1980. Trabajó como mecánico en un taller de carrocería hasta que pudo obtener tarjetas de residencia para su familia. Finalmente, trabajó y ahorró para ser dueño de un taller de carrocería en Long Beach, pero perdió el negocio cuando su diabetes empeoró. A fines del año pasado, le amputaron los pies.
Luego, el mes pasado, se encontraba en el hospital tosiendo y luchando por respirar. Por teléfono, le dijo a su hija que se haría una prueba de COVID-19.
“Él me dijo: te amo y cuida a tu mamá”, relató Iris Martínez. “Esas fueron sus últimas palabras. Tuve la suerte de hablar con él antes de que muriera”.
El 21 de julio, luego de ser conectado a un respirador, Rafael Martínez murió como resultado de complicaciones con la diabetes. Los resultados de la prueba mostraron que no estaba infectado con COVID-19. Pero si falleció como resultado del virus o no, eso no importaba. Su deceso desató la misma reacción en cadena de angustias y complicaciones con las que muchas familias están luchando.
“A veces me siento deprimida y pienso: ¿qué está pasando?”, dijo Iris Martínez. “¿Por qué está sucediendo todo esto? ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué nos pasó esto a nosotros?”.
Se dirigió a sus amigos y familiares para recaudar dinero para incinerar a su padre. Ella dijo que el costo promedio estaba entre $7.000 y $9.000. Al hablar a la Funeraria Continental esta se ofreció a incinerar el cuerpo por $3.500.
Martínez dijo que algunos funerales debían pagarse en 72 horas, pero Continental le dio dos semanas para reunir el dinero. Ella comentó que recaudó alrededor de $6.000.
“Todo el proceso ha sido devastador para mí y mi familia”, enfatizó. “Siento que nuestro alivio será más largo con todo esto pasando”.
Eran alrededor de las 5 p.m. el 5 de agosto cuando la familia Juárez comenzó a entrar al estacionamiento. Los miembros de la familia se sentaron en sillas, con mascarillas; algunos llevaban guantes de látex. Se instaló una pequeña mesa para bebidas.
El ataúd estaba abierto con una canasta de rosas rojas y girasoles. Una pequeña cinta roja decía en español: Mi amado esposo.
El Reverendísimo Ángel Velandia dirigió a todos en una oración antes de comenzar su sermón. Él acababa de estar con los miembros de la familia hace una semana cuando realizaron un funeral por el hermano de Felipe, Medardo Juárez, de 55 años. Les dijo a los dolientes que esta era la primera vez en sus 17 años en Los Ángeles, que estaba celebrando una misa en un funeral al aire libre.
“Hay ciertas cosas en la vida que no podemos entender”, dijo. “Incluso si pudiéramos encontrarle sentido a las cosas, nunca recuperaremos a nuestro hermano Felipe”.
Al final del servicio, algunos miembros de la familia bajaron la guardia contra el virus que les había quitado tanto.
Se abrazaron y se pararon uno cerca del otro mientras veían el cuerpo que yacía debajo de una placa acrílica diseñada para protegerlos contra un virus que puede durar aún por más tiempo.
Para leer esta nota en inglés haga clic aquí
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